El año 2024 podría considerarse un hito en la historia contemporánea de la humanidad debido a que la temperatura promedio mundial ha superado, por primera vez, los 1.5 °C desde la revolución industrial. Este dato no solo señala el fracaso de acuerdos como el Protocolo de Kioto y el Acuerdo de París, en las negociaciones climáticas que han iniciado hace más de 30 años, sino que también se convierten en la evidencia clara de que los mecanismos de compensación de emisiones de Gases de Efecto Invernadero (GEI) no representan una acción contundente de estabilización de temperaturas y mucho menos de enfriamiento del planeta.
Sectores “tecno-optimistas” –que confían en que, a la larga, la tecnología resolverá todo–, y otros negacionistas, aducen que la llegada a este tope marcado por la ONU no debería tomarse tan seriamente debido a que excederlo por solo un año, no significa que se haya superado este umbral calculado con promedios de datos meteorológicos históricos. Sin embargo, defensores y defensoras del medio ambiente, y algunos sectores de la academia alertan que este hecho debería tomarse como una seria advertencia para replantear las negociaciones climáticas y a cuestionar nuestros modos de vida.
También es importante recordar que el calentamiento global no solo ha producido fenómenos netamente físicos, como el cambio climático, sino que ha profundizado desigualdades que han conducido a la humanidad hacia una crisis multidimensional y civilizatoria en la que no solamente se ha puesto en riesgo el equilibrio ecológico, sino también la sostenibilidad de la Vida tal cual la conocemos.
Desde esa perspectiva se vuelve evidente el rol protagónico que deben tomar quienes cuidan la Vida, es decir mujeres, comunidades indígenas, campesinas y afrodescendientes en primera instancia, y también defensores y defensoras de la Naturaleza que resisten en sus territorios los impactos de los extractivismos, que son causa estructural de la crisis que atravesamos. Por otro lado, las juventudes, atravesadas por las desigualdades generacionales que ha producido esta crisis, deberán asumir un rol estratégico en la reflexión sobre otras formas de habitar nuestra Madre Tierra, esfuerzo que ya se ha ido visibilizando gracias a las múltiples iniciativas juveniles que han surgido a nivel mundial.
Entonces, atender esta crisis multidimensional y civilizatoria no solo depende de reducir las emisiones de GEI o lograr la tan anhelada descarbonización de las matrices energéticas a través de una transición energética, sino que también depende de la atención sistémica y estructural de las profundas desigualdades sociales que se profundizan al aplicar “soluciones” basadas en la mercantilización de la Vida y sus funciones. Al contrario, atender esta crisis debería implicar la reparación de los daños y pérdidas, entendiéndolas no solo desde lo económico sino desde su multidimensionalidad, logrando así avizorar un camino hacia la justicia social, ambiental y climática.