martes 10 junio, 2025
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Danissa Álvarez
Lingüista amazónica boliviana, investigadora y maestrante en la ecología política y alternativas del desarrollo por la UASB, Ecuador

La Coordinadora nacional de Defensa de Territorios Indígenas Originarios Campesinos y Áreas Protegidas (CONTIOCAP), en un gesto de injusticia incluye la propuesta de Ley Especial de Desarrollo Integ ... Leer más

Danissa Álvarez
Lingüista amazónica boliviana, investigadora y maestrante en la ecología política y alternativas del desarrollo por la UASB, Ecuador

La Coordinadora nacional de Defensa de Territorios Indígenas Originarios Campesinos y Áreas Protegidas (CONTIOCAP), en un gesto de injusticia incluye la propuesta de Ley Especial de Desarrollo Integral Sustentable “Bruno Racua” en un paquete de normas que atenta contra la Naturaleza y el ejercicio de derechos de los pueblos indígenas. La Contiocap se basa en un desafortunado artículo del periodista Vladimir Ledezma de la Agencia de Noticias Ambientales, en el que, de forma maliciosa y antojadiza, se acusa a esta propuesta de ley de promocionar modelos de producción corrosivos para la región amazónica. Lo que desconoce Ledezma y omite la CONTIOCAP es que los proponentes, el Bloque de Organizaciones Campesinas e Indígenas del Norte Amazónico, es una plataforma de articulación de organizaciones que trabaja hace 25 años por modificar una estructura de dominación de larga data y que, a través de la explotación humana, ha subordinado a pueblos indígenas y comunidades campesinas no hace unas décadas, sino hace más de un siglo. Enfrentar esa estructura y a sus promotores ha conducido al BOCINAB, hace 14 años a plantear esta propuesta de ley que es omitida sistemáticamente por todas las autoridades políticas que transcurren por la Asamblea Legislativa Plurinacional.

Imaginen por un momento que llevan 14 años construyendo su casa, ladrillo por ladrillo, reunión tras reunión, consenso por consenso. Es una casa especial, la van a compartir entre pueblos indígenas y campesinos del Norte Amazónico boliviano, y debe proteger tanto a las familias como a la selva que la rodea. Después de década y media de trabajo colectivo, cuando finalmente están listos para habitarla, llega alguien con una lupa, señala una ventana y grita: “¡Esta casa es una trampa mortal!”. Eso es exactamente lo que está pasando con el proyecto de Ley “Bruno Racua” en Bolivia. Y el arma elegida para destruirla no son las balas ni los gases lacrimógenos. Es algo mucho más sutil y letal: las palabras.

Para entender cómo funciona la anatomía de un asesinato discursivo, basta con analizar dos ataques recientes contra esta ley amazónica. El primero viene del periodista ambiental Vladimir Ledezma, quien en un artículo titulado “Detrás del 'Bruno Racua': la palma africana, plaguicidas y minería aurífera” convierte una propuesta de desarrollo sustentable en un apocalipsis ecológico. El segundo es un comunicado de CONTIOCAP (Coordinadora Nacional de Defensa de Territorios Indígenas) que mete la ley indígena en un “paquete asesino contra el medioambiente”, junto con decretos gubernamentales que nada tienen que ver. ¿El resultado? Una propuesta nacida de la organización comunitaria más auténtica queda equiparada con las imposiciones verticales del gobierno de turno.

Pero analicemos más de cerca el truco de la lectura envenenada que domina Ledezma. Leer con mala fe, es un arte peligroso. Un ejemplo perfecto es cómo maneja el concepto de “interculturalidad”. El proyecto de Ley define este principio como el respeto a las “diferencias socioculturales entre las distintas concepciones de desarrollo productivo” de los pueblos amazónicos. Es decir, reconoce que cada pueblo indígena puede tener su propia visión de cómo desarrollarse económicamente respetando su cultura. Pero Ledezma agarra esta definición, le da la vuelta y lo convierte en una amenaza. Argumenta que, si los cooperativistas mineros consideran que su “concepción de desarrollo productivo” es “depredación de la naturaleza”, entonces la ley tendría que respetarlos bajo el principio de interculturalidad.

Es una distorsión calculada. Toma una palabra diseñada para proteger la diversidad cultural y la convierte en escudo para la destrucción ambiental. Y no para ahí. Cuando el proyecto de ley dice que se preservarán “demás palmáceas y especies forestales de uso y aprovechamiento tradicional amazónicas”, Ledezma repite la jugada e ignora completamente la parte que dice “tradicional amazónicas” y salta directo a la “palma aceitera africana”. Igual, cuando el proyecto de ley habla de coordinar con “organizaciones económicas”, que en Bolivia incluye cooperativas, asociaciones productivas comunitarias y toda la economía plural constitucional, él ve directamente “importadores de transgénicos”. Y cuando en el proyecto de ley se menciona obras de infraestructura que deben respetar “los ciclos de regeneración de la naturaleza”, él lee automáticamente “represas que atraviesan áreas protegidas”.

Es como si alguien leyera “vamos a cuidar las plantas que tenemos en el canchón” y entendiera “vamos a quemar todo el bosque”. Y sí, esta no es torpeza interpretativa. Es sabotaje con palabras. Cada malentendido está calculado para generar el máximo de miedo con el mínimo de evidencia. Pero lo que subyace a esta estrategia es algo aún más grave: el síndrome del salvador blanco ecológico. Hay algo particularmente obsceno en este episodio: un periodista que se autodefine como “ambiental” explicándoles a las comunidades amazónicas —que han cuidado la selva durante siglos— cómo deben proteger su territorio. Ledezma se coloca como el intérprete autorizado de lo que las organizaciones indígenas “realmente” necesitan, porque aparentemente 14 años de construcción colectiva no son suficientes. Hace falta la mirada experta del periodista urbano para revelar las “contradicciones” que los propios comunarios no habrían sabido ver. Es la misma lógica colonial de siempre, pero vestida de camijeta ambientalista.

Mientras tanto, CONTIOCAP despliega lo que podríamos llamar el paquete del terror. Esta organización utiliza otra estrategia, la culpa por asociación. Agarra el proyecto de Ley Bruno Racua, resultado de un proceso democrático genuino, y la empaqueta junto con decretos gubernamentales autoritarios. Es como meter en la misma canasta manzanas frescas y frutas podridas, y luego decir que toda la fruta está echada a perder. Lo que logra es terrible ya que elimina las diferencias entre democracia de base e imposición vertical, entre construcción colectiva y decreto presidencial. Todo se vuelve lo mismo, todo es igualmente rechazable.

En ambos casos vemos el mismo patrón: usar las palabras como armas. Los “críticos” de la ley tienen un vocabulario diseñado para destruir. Utilizan términos como “saqueo de recursos genéticos”, “financiamiento externo” o “infiltración empresarial”, palabras que en el contexto boliviano funcionan como alarmas de incendio. No importa si aplican o no al caso específico; están diseñadas para activar el rechazo automático. Son los “silbatos para perros” de la política: frecuencias que ciertos oídos escuchan como amenaza existencial, independientemente de la realidad. Todo esto se potencia por la trampa del tiempo en la que vivimos. Los procesos democráticos toman tiempo: consultas, consensos, refinamientos. Requieren paciencia y respeto por los ritmos comunitarios. Pero en la era de las redes sociales, esta lentitud democrática es percibida como debilidad. En cambio, la reacción experta es inmediata, contundente, viral. Un artículo de opinión puede deslegitimar en una tarde lo que tomó 14 años construir. La democracia lenta pierde ante la experticia rápida.

Esto facilita el secuestro del ambientalismo que estamos presenciando. Lo más doloroso de esta operación es cómo se pervierte el discurso ambiental. Conceptos como “sostenibilidad” y “conservación” son apropiados por actores urbanos que se autodesignan como únicos guardianes legítimos de la naturaleza. Mientras tanto, las comunidades que han demostrado capacidad real de conservación, manteniendo en pie bosques que otros habrían talado hace décadas, son despojadas de su autoridad ambiental. Los verdaderos conservacionistas se convierten en una amenaza ecológica.

Así llegamos al punto donde la democracia se convierte en víctima colateral. En el fondo, estamos ante algo más grande que una disputa por una ley. Es una batalla por el derecho a la autodeterminación. ¿Quién tiene autoridad para definir el desarrollo en un territorio? ¿Las comunidades que lo habitan y han cuidado durante generaciones, o los expertos urbanos que lo visitan de vez en cuando? La pregunta no es ligera. En un país donde la crisis económica y política genera presiones hacia soluciones autoritarias, deslegitimar los procesos democráticos de base es un ejercicio de violencia política.

Todo esto nos lleva al núcleo del asunto: el poder de nombrar. Pierre Bourdieu tenía razón: el lenguaje no es solo comunicación, es poder. Quien controla las palabras, controla los significados. Y quien controla los significados, controla las decisiones. En Bolivia estamos viendo esta guerra en tiempo real. Organizaciones que representan a decenas de comunidades amazónicas son convertidas discursivamente en títeres inconscientes. Procesos democráticos auténticos son equiparados con imposiciones autoritarias. La construcción colectiva es presentada como amenaza ambiental.

De ahí surge la urgencia de resistir. La respuesta no puede ser solo técnica como corregir interpretaciones erróneas, aclarar artículos mal leídos. Hay que ir al fondo: visibilizar las estructuras de poder que hacen posible esta deslegitimación sistemática. Defender la propuesta de Ley Bruno Racua es defender algo más fundamental: el derecho de las comunidades organizadas a decidir sobre su futuro. Es defender la legitimidad de la democracia lenta contra la tiranía de la experticia rápida. En un momento donde todo se acelera y se polariza, donde las redes sociales premian el grito sobre el argumento, mantener espacios para la construcción colectiva se vuelve un acto de resistencia.

Porque al final de cuentas, esta es una batalla por el lenguaje de la dignidad. Las palabras pueden ser armas, sí, pero también pueden ser herramientas de construcción. La diferencia está en quién las usa y para qué. Cuando las organizaciones amazónicas hablan de “desarrollo integral sustentable”, no están haciendo marketing político, están nombrando una forma de vida que han construido durante siglos y que quieren legalizar para protegerla. Cuando los críticos urbanos hablan de “paquetes asesinos”, están usando el miedo como método de control político. La batalla por el lenguaje es, en el fondo, una batalla por la dignidad, por el derecho a ser escuchados, a ser tomados en serio, a que 14 años de trabajo colectivo valgan más que una tarde de indignación viral. En esa batalla, elegir las palabras correctas no es solo una cuestión estilística. Es un acto político y democrático.

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