Analizar el impacto del terremoto de febrero de 2010 en Chile implica reconocer que la catástrofe no solo destruyó infraestructura, sino que también puso en evidencia tensiones estructurales históricas dentro del agro chileno. Más allá del cálculo de pérdidas económicas, el fenómeno reveló tres supuestos fundamentales: que la agricultura chilena está marcada por una profunda heterogeneidad que el Estado no ha logrado abordar; que la agricultura familiar campesina —aunque marginal en términos de PIB— sostiene formas de vida, territorios y economías locales que no pueden ser reducidas a indicadores productivos; y que la reconstrucción requiere políticas diferenciadas que superen la mirada homogénea del “sector agroalimentario” dominante. El reto para Chile es demostrar que la repuesta estatal puede ir más allá de la lógica de emergencia y contribuir a un modelo rural más equitativo, reconociendo las desigualdades territoriales, la concentración de la tierra y las vulnerabilidades históricas que el terremoto dejó al descubierto.